Si seguís nuestra web, sabréis que me encanta escribir historias sobre los tatuajes que pasan por nuestro estudio, aunque debo reconocer que escribir me cuesta y está claro que no es lo mío.

Pero he tenido la suerte de que un gran amigo y periodista de profesión, Guillermo Polo, acompañó a su hijo el día que vino a tatuarse a nuestro estudio. Estaba claro que la historia de este tatuaje no la iba a escribir yo… de modo que se lo pedí a Guillermo, y como no podía ser de otra manera, aquí os lo dejo.

Disfrutad con su lectura!!

COCAÍNA,  MI RATA, MI MASCOTA.
¿Que si una rata, una simple rata de esas que compran como alimento de las serpientes puede ser tu más querida mascota? Si, rotundamente sí. Claro que para eso tendríais que haber conocido a Cocaína.


¿Cocaína? Si, Cocaína, ese era su nombre. ¿Por qué? Era blanca y era mi droga. Tan suave, peluda y juguetona, me “enganchó” enseguida, desde muy pequeña. Desaparecía sin saber cómo y de la misma manera surgía desde cualquier lugar cuando intuía mi presencia o la de algún miembro de mi familia.


Llegó a casa en un momento muy difícil para nosotros. La mantuve escondida en mi cuarto durante algunas semanas. Fue mi gran secreto durante todo ese tiempo. Solo cuando lo inevitable se hizo real, cuando nos asoló la más dolorosa de las ausencias, Cocaína pudo hacerse visible, ampliar sus horizontes más allá de su jaula, corretear sin necesidad de dar vueltas a una rueda fija, recorrer cada rincón de mi casa, hasta convertirse en un elemento más de ella.


Un proceso en el que Cocaína conquistó a mi padre, pero también a mi hermana, algo que ya supondréis no parece fácil. La recuerdo entre sus dedos, acariciándola, mientras estudiaba. Le ayudaba a relajarse, mientras la rata, cual pequeño peluche, se quedaba acurrucada y dormitando. Me sorprendí viendo a mi padre fotografiándola mientras se ponía de pie o buscando el tamaño exacto del pedazo de comida que Cocaína se comería de nuestra mano.


Yo la recuerdo subiéndose por la pernera de mi pantalón. Trepaba de una manera muy particular. Un saltito inicial daba paso a su escalada moviendo alternativamente sus patas delanteras, mientras con las traseras se impulsaba a la par. Con esfuerzo, pero inevitablemente acababa izándose hasta la mesa, o siguiendo por mi torso hasta mis hombros. Allí oteaba el panorama hasta elegir nuevo destino.


Cocaína nos acompañó durante casi dos años. Mi madre no llegó a conocerla. No sé qué hubiera pensado de ella, pero lo cierto es que esa rata blanca, de las que se compran como alimento de las serpientes, consiguió que volcáramos en ella parte de los sentimientos y el cariño que en cualquier casa hubieran recibido un perro o un gato.


Sí, Cocaína ha sido nuestra mejor mascota en el peor momento. Por eso hoy, esa rata blanca sube de nuevo por mi pantorrilla, como lo hacía cuando estaba a nuestro lado, pero ahora convertida en tinta plasmada en mi piel gracias a las hábiles manos de Guillermo, que la han hecho eterna en mis recuerdos.

Guillermo Polo